Eva Gómez | LA PRENSA.- Carlo Enrique Cutarelli se preparaba para correr el maratón que acompaña el regreso de la Divina Pastora hasta Santa Rosa, en el mes de abril. La tarde del seis de abril quedó en ir a entrenar con sus compañeros.
Como era costumbre se puso su gorra tricolor, se colgó una bandera de Venezuela en la espalda y avisó que saldría a trotar en el parque del Este. Salió sin teléfono y sin cédula. Su hermana lo recogería a las 5:00 de la tarde, en una pastelería cercana al conservatorio de música Vicente Emilio Sojo.
Ese día se desarrollaban varias manifestaciones contra el gobierno nacional al este de Barquisimeto. Carlo pensó que como siempre, la protesta terminaría temprano. Luego de ejercitarse por varias horas, se fue a encontrar con su hermana. Caminaba cerca del conservatorio, cuando vio un grupo de guardias nacionales que perseguían, a bordo de sus motos, a unos manifestantes.
Se escuchaban muchos disparos. Carlo no dudó en correr. En medio de tanto caos no encontraba donde esconderse. Recordó que llevaba la bandera en su espalda por lo que corría más rápido. Un grupo de funcionarios venía tras él. No sabía que, por usar el tricolor nacional, sería sospechoso de terrorismo.
El vigilante de un edificio de la zona le abrió la reja. Carlo se refugió en la casilla de la vigilancia. Muy asustado se quitó la gorra y la bandera, porque sabía que era el motivo la persecución.
En cuestión de segundos la puerta de la garita se abrió y comenzó a escuchar una ráfaga de detonaciones. Estaba aturdido. En su cabeza todo se movía muy lento. Un aproximado de diez guardias entraron al pequeño cuarto y, a los golpes, lo sacaron.
Mientras lo esposaban, con la cabeza contra el piso, Carlo pudo mirar a su izquierda. Vio como uno de los funcionarios le extrajo el cartucho de un perdigón de su brazo. Lo guardó. Irónicamente Carlo pensó: “se lo llevará de recuerdo”.
Sin mediar palabras los militares lo subieron en una moto y lo trasladaron a un convoy de la GNB que estaba a pocos metros. No sentía dolor. Lo invadía la rabia por tanta injusticia.
Ya en el vehículo se encontró con un joven de 16 años, también herido por un impacto de perdigón. Igual que él, el adolescente no protestaba. A su corta edad trabajaba como “limpiaparabrisas” en la avenida Los Leones.
Fueron trasladados hasta el destacamento N121 de la Guardia Nacional Bolivariana, en el Círculo Militar. Allí los separaron.
Solo, sentado en el piso y cubierto de sangre, cayó en cuenta que estaba herido. Comenzó a despertar el dolor en las costillas, donde había recibido perdigonazos y golpes de los funcionarios. Su pierna y su brazo izquierdo, en carne viva, eran una enorme llaga. Carlo estalló en llanto.
En medio de lágrimas suplicó por una llamada a su familia. “Mi hermana”, era lo único que pensaba. Los funcionarios se burlaban —recuerda con rabia— y le decían que no podía llamar a nadie. No reclamaba, prefería guardar silencio que recibir golpes por represalias.
—¿Quién trajo a este chamo en ese estado? —escuchó. Nadie respondió. Carlo miró a un uniformado que trajo un poco de calma a la tormenta que vivía. El hombre rubio y con un “rostro más amable” repitió la pregunta. Pero una vez más nadie respondió.
Un militar de un rango más alto insistía en saber quién era el responsable de la detención y exigió que lo llevaran de inmediato al hospital. El silencio se apoderó del comando. El hombre se retiró del lugar. Las risas retumbaron en las paredes, alguien dijo: “por un perdigoncito no se va a morir”.
El silencio tomó nuevamente el control. Dos horas después llegaron dos detenidos más, eran manifestantes. Al ver a Carlo, los jóvenes indignados pidieron atención médica para él, pero los guardias no accedieron.
Las horas pasaban lento. Ya era la medianoche, y aunque ya no estaba solo, pensaba en su familia, especialmente en su hermana. Un guardia entró, le dijo: “Tú, ven”. Dos palabras que le revolvieron el estómago.
Levantó la mirada para ver quien hablaba. Me van a matar, pensó.
—Vamos al hospital, para que te revisen— dijo impaciente el custodio.
Carlo temía por su vida. Pero no tenía otra opción. Se encomendó a Dios y se fue con él. En el camino no hablaron y cuando lo hacían era para reírse. “Debería morirse”, escuchó. Estaba muy asustado para refutarlos.
Cuando llegó al Hospital Militar se sintió aliviado. En la emergencia lo atendieron “bien”. Dos guardias custodiaban cada movimiento de los médicos. Los especialistas pidieron privacidad para trabajar y Carlo en crisis volvió a llorar.
—¿Tu familia sabe que estás aquí?— preguntó el médico.
—No, no me dejan avisar— respondió en medio del llanto.
Le pidieron un número de contacto y no dudo en dar el de su mamá. El tiempo pasaba y nadie llegaba, las esperanzas de Carlo se desvanecían. Desconocía que afuera su madre pedía a gritos noticias de él.
En medio del pasillo de aquel centro médico, vio que su mamá corría a su encuentro. Luego de empujar a un uniformado la mujer había llegado hasta la emergencia. Minutos antes, los militares le negaron que su hijo estuviera en el lugar, hasta el libro de entradas le mostraron. No estaba anotado.
El médico refirió a Carlo de emergencia al Hospital Central para que fuera operado urgentemente. El perdigón había perforado el músculo del brazo.
Los custodios tomaron la orden y la guardaron. La madre de Carlo esperaba que lo llevaran de inmediato al hospital, sin embargo, lo trasladaron nuevamente hasta el Comando. “A las seis de la mañana lo llevamos le dijeron.
No le dieron nada de comer, ni de beber. Fue lo mejor que pudieron hacer, temía que lo obligaran a comer porquerías. Eran las 10:00 de la mañana del siete de abril y Carlo todavía esperaba. A las 10:30 fue llevado al hospital. Llegó a la emergencia y lo primero que vio fue a su familia reunida que lo esperaba.
Los médicos ya estaban avisados del estado y las circunstancias en las que llegaría este paciente. El Foro Penal y las redes sociales habían propagado la noticia. “Ahí sí me atendieron de verdad” dijo Carlo. Sin desvirtuar la atención del Hospital Militar. Los especialistas le limpiaron hasta el hueso.
Luego de una rutina de exámenes que se extendió todo el día, llegó la noche. Dos GNB vigilaban la entrada mientras que dos más lo esposaron a la camilla. Alguien tomó una foto de la escena, foto que comenzaría a circular por las redes sociales. La cirugía sería al día siguiente.
La operación coincidió con el maratón de la Divina Pastora. Carlo prometió a la virgen ir al santuario si “salía de esta”. Permaneció en el Hospital 33 días, hasta esperar la audiencia. Le dieron el alta médica para que asistiera a los tribunales, sin embargo tras varias excusas lo llevaron nuevamente al comando, donde pasó tres días más.
Luego de dos cirugías tras agresiones de la GNB, violencia psicológica por parte de los funcionarios y 38 días de detención, Carlo es liberado bajo régimen de presentación cada ocho días por “resistirse a la autoridad”. No tenían más nada en su contra.
Su primera salida “oficial” fue a Santa Rosa, morada de la Divina Pastora. En su bolsillo llevaba la boleta de libertad “su segunda cédula”, documento que le recordaba los 33 días que pasó en una camilla custodiado por dos guardias. En el templo lleno de paz, le agradecía a la Santa Madre por protegerlo.
Carlo no guarda rencor. Narra su historia con una sonrisa irónica. La venganza no cabe en su cabeza, asegura que la justicia tarda pero llega. Él se preparaba para acompañar a la virgen en su retorno. Pero fue ella quien lo acompañó en su calvario. Su fe sigue intacta.