Osman Rojas|LA PRENSA.- Lo que en otrora fue sinónimo de orgullo hoy representa peligro. Trabajar en la Emergencia de cualquier centro de salud en el país se ha convertido en un deporte extremo. Los altos índices de inseguridad y las constantes amenazas por parte de los familiares hacen que el ejercicio médico se vuelva cada vez más difícil.
“Cada vez que llega un baleado nos asustamos porque no hay cómo atenderlo. Salir y pedirle a los pacientes que compren los insumos es un arma de doble filo. Algunos colaboran, pero otros nos amenazan y nos dicen que no tienen plata y que hay que salvar sí o sí al paciente”, dice con tristeza uno de los médicos residentes de la Emergencia en el Hospital Central.
El doctor, que prefirió no revelar su nombre por miedo, asegura que en el Antonio María Pineda como se aprende se sufre.
“Cada guardia es un dolor de cabeza. No importan las intenciones que uno tenga de ayudar a los enfermos, sin insumos nadie se salva”, relata.
Carlos Alberto Parra, médico adjunto en el Antonio María Pineda, cuenta que lo más difícil de trabajar en una Emergencia es la impotencia de ver morir a los pacientes sin que ellos puedan hacer algo.
“Muchas veces uno llega a la casa con la imagen de algún paciente que se pudo salvar de haber tenido los insumos necesarios. Es muy frustrante y más cuando tienes que hablar con los familiares y darle una explicación”, dice Parra.
Las condiciones inhumanas en la que se encuentran los centros de salud públicos han hecho que muchos médicos levanten su voz para ser escuchados; sin embargo, las autoridades parecen no prestarle atención a esto y eso, según los especialistas, genera mucha más impotencia.
“No importa cuántas veces digamos que un enfermo se murió porque faltaban gasas y alcohol en un hospital. Aquí nadie da nada y eso es lo que más duele”, dice Parra.
La posición silente del 31 aleja a muchos profesionales de sus puestos de trabajo y es por eso que cada vez es más alto el déficit de personal dentro de una emergencia.