La canonización es el acto liderado por el papa en el cual la Iglesia Católica declara, de forma definitiva e infalible, que un fiel difunto ha alcanzado la santidad y se encuentra gozando de la vida eterna en el cielo, autorizando así su culto público en toda la Iglesia universal.
Es importante destacar que esto no significa que se les da una “adoración”, pues esta corresponde solo para Dios. En cambio, se les rinde honor por medio de la dulía, una veneración que es dirigida a los santos y ángeles por ser testigos de la fe.
El reconocimiento dado por medio de este acto no «hace» santa a la persona, sino que la Iglesia la inscribe en el Catálogo de los Santos y la propone como un modelo de vida cristiana y un intercesor ante Dios. Se trata de un proceso judicial eclesial riguroso que generalmente se extiende por décadas y que busca encontrar la verdad histórica de una vida que estuvo llena de virtudes.
Para que una persona fallecida sea considerada santa, debe recorrer un largo camino que comienza al ser nombrada Siervo de Dios y luego Venerable, un título que se otorga cuando se reconoce que practicó las virtudes cristianas en un grado heroico. Es entonces necesario la verificación de un milagro para que se pueda dar el paso crucial hacia la beatificación, y luego a la canonización.
Generalmente, se requiere un milagro atribuido a su intercesión y ocurrido después de su muerte para la beatificación, y un segundo milagro que ocurra después de ser proclamado beato para la canonización, que no es necesario para aquellos fieles que murieron mártires. Estos milagros deben ser hechos inexplicables por la ciencia, examinados y aprobados por comités de médicos y teólogos en el Vaticano.
La Iglesia emprende el camino de la canonización porque la santidad no es una condición que se considere como opcional, sino que es una exigencia divina. La Biblia lo establece claramente: «Ustedes serán santos, porque yo, el Señor su Dios, soy santo» (Levítico 19, 2). Este mandato bíblico que llama a buscar imitar la realidad celestial de Dios se concreta en la enseñanza del Concilio Vaticano II, que proclama la vocación universal a la santidad.
El documento Lumen Gentium, que es una de las constituciones dogmáticas de la Iglesia, afirma que «Todos los fieles, cualquiera sea su estado de vida, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad”. Por lo tanto, el proceso de canonización es una respuesta pastoral y teológica a este llamado de Dios, demostrando que es posible alcanzar ese ideal en las circunstancias concretas de la vida terrena.
La existencia de los santos responde a la creencia en la «Comunión de los Santos», la unión espiritual que existe entre los fieles en la tierra y los que ya están en el cielo. Los santos son considerados héroes de la fe, personas que vivieron el Evangelio de manera fundamental, sirviendo como modelos de cómo vivir la vida cristiana.
El papa Francisco en Gaudete et Exsultate, su tercera exhortación apostólica, expresa que «los santos son modelos, intercesores y maestros que demuestran que es posible vivir el Evangelio a plenitud».
Su importancia radica en que, al estar en la presencia de Dios, pueden interceder por las necesidades de los fieles, ofreciendo un ejemplo de vida que inspira a la Iglesia entera a crecer en las virtudes del amor, la esperanza y la caridad.
La fase final del proceso culmina con la Ceremonia de Canonización, presidido por el Papa en la Basílica o la plaza de San Pedro del Vaticano. La ceremonia se realiza durante una Misa especial, donde se lleva en procesión una imagen o reliquia del futuro santo.
El momento central es cuando el Santo Padre pronuncia la fórmula de canonización: “En honor de … decretamos y definimos que el bienaventurado es Santo, y lo inscribimos en el catálogo de los santos, ordenando que su memoria sea celebrada devotamente y piadosamente cada año, el día de su fiesta.”
Una vez finalizado el rito, al nuevo santo se le asigna un día de fiesta en el Calendario Romano, se le pueden dedicar templos y, lo más importante, su vida de virtud queda grabada para siempre como un faro de la fe y un modelo de cómo vivir el llamado universal a la santidad.
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