LA PRENSA.- Cuando se habla de la rendición de Japón en la Segunda Guerra Mundial se suele pensar en que se enfrentó con EEUU por el dominio del Pacífico y que finalmente se rindió tras el lanzamiento de las dos bombas nucleares. El relato no es que sea incorrecto, pero obviamente omite mucha información relevante. El trasfondo que llevó al desenlace es el que queremos analizar aquí, no para justificar la acción de EEUU o las atrocidades niponas, sino para entender qué motivó una decisión única.
Para comenzar a desentrañar la cuestión primero es necesario entender cómo era la sociedad japonesa de la época, o para ser más precisos, cómo pensaba EEUU que era. A pesar de la enorme distancia que separa a ambos países estos eran viejos conocidos. En 1639 Japón se autoimpuso una política de aislamiento que impedía la entrada de extranjeros al país por miedo a la influencia de los misioneros católicos españoles y portugueses. Otros factores como la insularidad o el alto concepto que el país tenía de sí mismo influyeron.
Esto llegó a su fin en 1854 cuando una armada estadounidense forzó la apertura del país al comercio con las potencias extranjeras, apertura plasmada en una serie de tratados económicos conocidos como «los tratados desiguales«, por el escaso beneficio que suponían para el país asiático.
Esta apertura obligada fue muy mal vista por la orgullosa sociedad japonesa, y se convirtió en uno de los factores que llevaron a que en 1868 cayera el sistema de gobierno del Shogunato Tokugawa, que llevaba en vigor 268 años. Entonces comenzó la emigración japonesa a los EEUU, primero a Hawái y posteriormente al territorio continental de la costa oeste. A pesar de estas décadas de presencia nipona en el país, la población estadounidense apenas conocía la cultura japonesa cuando estalló el conflicto, más allá de algún estereotipo sobre su obsesión con el trabajo y seriedad.
Este desconocimiento, unido a que Japón sólo había mantenido un enfrentamiento bélico con una potencia occidental en su historia (la guerra ruso-japonesa de 1904), hicieron del país el rival más enigmático al que se enfrentó EEUU en la contienda internacional.
El Crisantemo y la Espada: jerarquía y «espíritu japonés»
En 1944, y ante las crecientes operaciones militares en el Pacífico, el gobierno estadounidense encargó un informe sobre cómo gestionar unas posibles victoria y ocupación de Japón. La responsable de la petición fue la antropóloga Ruth Benedict.
Debido a la guerra, esta especialista no pudo desarrollar un trabajo de campo sobre el terreno para elaborar su estudio, pero tuvo acceso tanto a occidentales que habían vivido en Japón como a prisioneros de guerra nipones, además de a la escasa bibliografía existente en la época. El fruto de este informe fue el libro El Crisantemo y la Espada que se publicó en 1946 y que fue una de las principales guías de la administración estadounidense.
Para Japón, el imperio y sus acciones bélicas eran «necesarias» y «beneficiosas» para el orden internacional y la jeraraquía de las naciones
Benedict encontró diferencias ya desde cómo se relataba el conflicto en cada país. En EEUU se explicó que se había tratado de evitar la intervención en el conflicto durante años, hasta el ataque sin previo aviso sobre Pearl Harbor y la consiguiente declaración de guerra por parte de la Alemania nazi, momento en el cuál se dijo «a por ellos, se lo han buscado». En cambio, en Japón las acciones bélicas no sólo se veían justificadas, sino necesarias y beneficiosas para la comunidad internacional.
Esto tenía que ver con el concepto japonés de la jerarquía. Mientras que EEUU veía la invasión japonesa de China como un acto de opresión sobre un pueblo más débil, en Japón se veía como una imposición del orden sobre la anarquía. Y esto no sólo se aplicaba a China sino a cualquier nación asiática, ya que, según ellos, Japón era la única nación verdaderamente civilizada, y era su responsabilidad establecer una jerarquía de países bajo su mando. Incluso el principio de soberanía nacional se veía como una fuente de caos en la escena internacional frente a sus invasiones, actos altruistas en pos de educar a otros países más atrasados.
Esta concepción se plasmó a la perfección en el comunicado que los emisarios japoneses entregaron al secretario de Estado, Cordell Hull, el mismo día del ataque a Pearl Harbor:
Constituye la política inmutable del gobierno japonés (…) hacer posible que cada nación encuentre su propio puesto en el mundo (…) El gobierno japonés no puede tolerar que se perpetúe la situación actual, ya que va contra la política fundamental del Japón de posibilitar que cada nación disfrute de su propia posición en el mundo.
Pero si había dos conceptos que la sociedad japonesa aborrecía estos eran el «materialismo» y el «individualismo«. Japón estaba totalmente convencida de que saldría victoriosa de la contienda, y basaba esta creencia en que la suya sería una «victoria del espíritu sobre la materia«. EEUU tenía más población, mayores recursos y una mayor producción industrial, pero eso carecía de importancia porque no tenían el «espíritu japonés».
No es que Japón descuidara su ejército o su armada (según Benedict, la mitad de la producción nacional japonesa de los años ’30 se dedicaba a estas cuestiones), pero los cañones y demás armas eran meros símbolos de su espíritu superior.
Sólo mediante este desprecio total hacia lo material y lo individual se pudo llegar al ejemplo más extremo que ofreció la guerra: los pilotos kamikaze. Según el historiador Mikiso Hane en su Breve Historia de Japón, alrededor de 200.000 japoneses murieron en la Segunda Guerra Mundial en ataques suicidas de distinta clase. En la actualidad este nivel de fanatismo sólo se percibe en movimientos religiosos extremistas, y precisamente mucho de eso había tras aquellos actos.
La religión, la madera que prendía el fuego fanático
El sintoísmo es la religión nativa de Japón que se practica desde tiempos inmemoriales. Sus creencias se basan en el culto a los antepasados, la creencia en una enorme cantidad de espíritus o deidades de la naturaleza llamados «kamis», y la mejora de las cosechas mediante ciertos ritos. Ésta podría haber sido otra inofensiva religión animista, pero poseía un reverso tenebroso.
Una de las creencias más tras trascendentales del sintoísmo es que el legendario primer emperador Jinmu, el fundador del país, descendía de Amaterasu, diosa del Sol y una de las kamis más importantes. Este hecho, que podría parecer una superstición folclórica, se tomó al pie de la letra y convirtió a todos los sucesivos emperadores de Japón en descendientes de una divinidad, y por ende en dioses. Porque esta es otra de las peculiaridades de la casa imperial japonesa: jamás ha habido un cambio de dinastía.
En Occidente, el nacionalismo causó estragos a lo largo de la historia siendo una mera ideología política, aunque a veces echara mano de la religión como elemento aglutinante o reafirmante. Pero en Japón el extremismo nacionalista tenía un trasfondo religioso en sí mismo. En los años posteriores a la Restauración Meiji (1868) hubo un debate sobre la necesidad de «modernizar» el país y en qué sentido y con qué calado. Los sectores más conservadores clamaron que esto no era más que un eufemismo para decir en realidad «occidentalizar»
El resultado fue un resurgimiento del nacionalismo cultural que se vio culminado con el Edicto Imperial de Educación de 1890, que cerró la puerta a cualquier liberalismo. Éste se basó en dos doctrinas: el sintoísmo, más religioso, y el confucianismo, más social.
Paradójicamente, el confucianismo, una filosofía de origen chino, se reafirmó en un periodo de nacionalismo cultural y tuvo una gran repercusión en el estamento militar. Confucio desplegó una visión de la sociedad fuertemente jerarquizada en su modelo idea. Para él había cuatro clases sociales que, de inferior a superior, eran los comerciantes, los artesanos, los campesinos y finalmente los sabios. En la traducción de esta fiosofía a Japón la clase de los sabios se tradujo por la de los samuráis.
Esta clase guerrera fue la dominante en Japón desde 1192 hasta 1868, a lo largo de los tres shogunatos que rigieron el país. Y aunque estos regímenes militares fueron supuestamente eliminados y el poder devuelto al emperador en la Restauración Meiji, lo que realmente sucedió es que el poder del shogun, título que se podría traducir como «general», pasó a camarillas de oficiales militares que rodeaban al emperador. Estos, en cierto modo, fueron los sucesores guerreros de los samuráis.
La costumbre de poder y prestigio social que el estamento militar había disfrutado durante siglos hizo que no tuviera nunca interés alguno en someterse al poder civil. Así se reflejó legalmente en la constitución Meiji, por la que las fuerzas armadas dependían directamente del emperador, a quien podían acudir directamente sin tener que pasar por el parlamento o el gobierno. A este sistema se le llamó «independencia del mando supremo». Esto provocó que cuando la Crisis del 29 afectara a Japón, las protestas contra el sistema de partidos provinieran de círculos militares y ultranacionalistas, ya que los movimientos socialista, comunista y anarquista habían sido sistemáticamente reprimidos desde su nacimiento.
Una guerra plagada de resistencias numantinas
La lógica de guerra sólo hizo que las tendencias y actitudes previas se exacerbaran, dando pie a la resistencia a ultranza. En la Batalla de Tarawa murieron la totalidad de los 4.800 marinos japoneses que participaron. En Saipan sólo sobrevivieron 1.000 de los 32.000 soldados japoneses, muchos de ellos fallecidos en atentados suicidas.
Lo anterior sólo fue el preámbulo: esos territorios eran colonias. Al llegar a suelo japonés la resistencia fue a más. La batalla de Iwo Jima, primera vez en que los estadounidenses ponían pie en Japón, supuso una resistencia numantina en la que la práctica totalidad de los 22.500 japoneses destacados en la isla murieron, muchos por suicidio. En Okinawa hubo 110.000 bajas (había 100.000 soldados, a sumar a la población civil). Las bajas estadounidenses eran mucho menores: en Iwo Jima sólo fallecieron 6.821 marines.
Pero el castigo de la guerra no sólo recaía sobre el ejército. Los civiles también lo sufrieron y el 24 de noviembre de 1944 comenzaron los ataques sobre Tokio. Tan sólo en la jornada del 9 de marzo de 1945 334 bombarderos destruyeron una cuarta parte de la capital causando 83.793muertos, 40.918 heridos y dejando sin hogar a 1.000.000 de personas. Para el final de la contienda el porcentaje de viviendas arrasadas de la capital ascendía al 57%. Otras 66 grandes ciudades también fueron objetivo de bombardeos que incluyeron áreas residenciales.
La producción industrial en 1945 era el 10% de la previa al inicio de la guerra. El palacio imperial nunca fue atacado.
El Crisantemo y la Espada recoge cómo la propaganda de guerra japonesa se construyó sobre las premisas culturales de la superioridad del espíritu que se enraizaba profundamente en la psique del país. Uno de los principales lemas de la ápoca decía «nuestra formación contra su superioridad numérica y nuestra carne contra su acero» y los manuales de guerra comenzaban con la frase «lee esto y habremos ganado la guerra».
Este discurso llegaba al punto de afirmar que el espíritu superaba el hecho físico de la muerte. Una historia emitida por la radio nipona durante la guerra narraba cómo un capitán resistió hasta el final de una batalla para poder dar el informe a sus superiores y caer desfallecido. Al ir a socorrerle, se comprobó que no sólo estaba muerto, sino que su cuerpo estaba completamente frío y que tenía una herida de bala en el pecho. Así, el capitán llevaría tiempo muerto, pero habría sido su espíritu el que se mantuvo vivo hasta transmitir el informe y cumplir con su deber.
Para un soldado japonés, la rendición implicaba una vergüenza social no comparable a sus homólogos europeos, una caída en desgracia total
A nuestros ojos podría parecer risible, pero no lo era en absoluto en el Japón de la época, ni siquiera entre sus habitantes educados. La historia se tomaba de forma literal y como un ejemplo de autodisciplina para el resto de japoneses. Y la verdad es que esta forma de pensar y actuar estaba tan arraigada, sobre todo en el estamento militar, que la propaganda casi no era necesaria.
Según Benedict, las unidades japonesas tenían que sufrir un número de bajas mayor al de cualquier otro país para rendirse. Como norma, se consideraba que las unidades occidentales no podían resistir la pérdida de uno de cada tres de sus componentes, es decir, sobrevivían dos de cada tres en el momento de la rendición. Las tropas japonesas ofrecieron ejemplos de resistencia donde sólo sobrevivieron uno de cada 120, como en Birmania.
Tal actitud surgía de una concepción completamente distinta de la rendición. En los ejércitos occidentales se consideraba que si un soldado se rendía era porque había hecho todo lo posible y no le había quedado otra salida. Pero en Japón, debido a su tradición samurai y al bushido, su código ético, el concepto del honor estaba íntimamente ligado a morir luchando. Cualquier otra salida hacía caer al soldado en desgracia y le avergonzaba ante el resto de la sociedad. Antes que la rendición era preferible el suicidio. En cualquier otro caso no podría andar con la cabeza alta, habría «muerto» para su gente.
A partir de la toma de Okinawa, de la capitulación alemana de mayo de 1945 y de la destrucción prácticamente total de la Armada, el gobierno de Kantarō Suzuki empezó a plantearse la rendición ante el riesgo de una invasión inminente de las principales islas del archipiélago japonés. Pero de cara al público rechazó la declaración de Postdam en la que se le conminaba a rendirse incondicionalmente.
El dilema que se le panteó a Truman fue simple: qué hacer ante un enemigo, ante una invasión, que le aseguraba una injustificable (ante su electorado) cantidad de bajas propias. ¿Lanzar la bomba o no?
Finalmente, ante las respuestas negativas del gobierno japonés, EEUU decidió usar la primera bomba atómica el 6 de agosto de 1945 sobre la ciudad de Hiroshima. Las víctimas mortales se contaron en torno a las 140.000. Dos días después, la Unión Soviética declaró la guerra a Japón y avanzó hacia Manchuria. Y el 9 de agosto de 1945 cayó la segunda bomba nuclear sobre Nagasaki. Causó 73.884 muertos.
¿Y si nunca hubiera caído la bomba, qué?
A pesar de la enorme cantidad de sufrimiento humano arrastrado, todavía quedaban grupos militaristas y nacionalistas que propugnaban la resistencia a ultranza y que incluso usaban como lema los «cien millonesde muertos», con el objeto de luchar hasta que no quedara un japonés vivo. Una de las campañas de propaganda más llamativas de aquellos días consistió en pedir a todo hombre, mujer y niño que luchara a ultranza en caso de invasión, y que si no tenían un fusil a mano que afilaran cañas de bambú para utilizarlas como lanzas.
Llegados a este punto, el primer ministro Suzuki se dirigió al emperador para que fuera él quien tomara la decisión de la rendición. El peligro y la ventaja de que el cabeza de estado fuera considerado una deidad viviente era que tenía autoridad para pedir al país lo imposible. Podía haber exigido la resistencia a ultranza que le pedían algunos, o podía pedir algo que también era impensable, la rendición. Sólo él tenía tal autoridad.
Finalmente se decantó por la segunda opción, algo tan difícil de asimilar que en el discurso radiado de Hirohito jamás usó la palabra rendición, sino la sinuosa expresión «ha llegado la hora de soportar lo insoportable».
Y aún con todo, entre el 12 y el 15 de agosto de 1945, los días previos a la emisión del discurso del emperador, todavía hubo un intento de golpe de estado para frenar la decisión. Oficiales de rangos intermedios intentaron eliminar a los «malignos consejeros» que rodeaban al emperador. El golpe fracasó porque los altos rangos no lo secundaron. Alrededor de 500 de estos últimos, contando el ejército y la Armada, se suicidaron durante los días siguientes.
La prueba definitiva de lo difícil que fue aceptar la rendición para la sociedad japonesa es que, aunque oficializada el 2 de septiembre de 1945, representaba un hecho tan inverosímil que muchos japoneses no le daban crédito.
Es ampliamente conocido el caso de los «soldados rezagados», soldados aislados e incomunicados y que por sus fuertes convicciones o por la vergüenza de la rendición continuaron la resistencia mucho después de terminada la guerra. Algunos de los últimos fueron el teniente Hiro Onoday el soldado Teruo Nakamura, que se rindieron en 1974, casi tres décadas después de terminada la guerra. En el caso de Onoda fue preciso que su antiguo superior fuera a buscarlo para ordenarle la rendición.
Hubo más casos, aunque fueran menos conocidos. Uno llamativo fue el de Shindo Renmei, la Liga del Camino de los Súbditos. La formación tenía sus raíces en la inmigración japonesa que llegó a a Brasil en 1908 para trabajar en las plantaciones cafeteras. Las diferencias culturales hicieron que la población nipona continuara aislada e inadaptada al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Para seguir el conflicto escuchaban la radio militar japonesa, que informaba de victorias ficticias y desechaba los medios de Brasil, aliado de EEUU, como mera propaganda occidental.
Finalizada la guerra, algunos miembros de la comunidad aceptaron la derrota y otros no. En ese momento empezaron a circular rumores y bulos que aseguraban que Japón no sólo había vencido, sino que había desembarcado en la costa oeste de EEUU o en Centroamérica. Muchos creían tan fervientemente en estas versiones que no podían permitir que otros no lo hicieran. Así, Shindo Renmei comenzó a atacar a los compatriotas que consideraban que Japón sí se había rendido. El balance fueron 23 muertos y 147 heridos hasta principios de 1947.