Edy Pérez | LA PRENSA.- Lisbeth Ulacio (45) contempla el cadáver de su marido, Miguel Ángel Peroza Alvarado (26). No quiere hablar, ya ni puede llorar. Solo mira a su marido que está tendido bocarriba en la cima de un cerro, en el sector Los Claveles de la vía Pavia. La mujer tiene los ojos hinchados de tanto que ha llorado.
“Papi me quiero ir contigo, llevame”, suelta y se va en llanto cuando los “petejotas” le ordenan que se aparte del cadáver para poder hacer las experticias y levantarlo. Una sobrina, que está a su lado, la abraza. La dama se sienta sobre las lajas y piedras de la cima del cerro y sigue llorando. Era su amor. “Fue el mejor marido que tuvo mi tía”, asegura la sobrina mientras la consuela.
La mañana del domingo Miguel decidió ir a cazar iguanas y conejos junto a su hijastro Rolando Tolosa (26). Se unieron dos amigos más. Él se puso jeans, zapatos de goma, una franela verde. Agarró un koala negro, metió la fonda y un pote de agua. Empezaron a subir el cerro que parece tener unos 90 grados. El suelo es en partes arcilloso, en otros lados hay peñones y lajas, está adornado por algunas tunas y palos secos.
Llegaron a la cima mientras buscaban los animales, y presume la sobrina, que los hombres que crían chivos, los confundieron con ladrones y por eso les dispararon con una escopeta. Rolando y Miguel resultaron heridos. A Rolando le dieron en el costado derecho mientras que Miguel fue herido en ambas piernas.
“Mi hijo bajó el cerro”, cuenta Lisbeth y cuando llegó abajo atendió el celular y dijo que estaba herido. Un familiar lo buscó a bordo de una moto y lo llevó al seguro Pastor Oropeza. Allá lo atendieron y lo estabilizaron.
El ataque armado fue a las 2:00 de la tarde del domingo. A penas se llevaron a Rolando los miembros de la comunidad y la propia Lisbeth se fueron al cerro a buscarlo, pero no lo encontraron. Fue ayer pasadas las 4:00 de la madrugada que un familiar lo encontró. El cadáver estaba bocarriba. A unos tres pasos hacia arriba estaba el pote de agua vacío y lleno de sangre, el koala negro yacía a unos cinco pasos del pote y la fonda justo en la cima de la montaña.
La franela estaba guindada en una de las tunas. “Él la puso ahí para que lo viéramos y no lo vi”, repite con rabia Lisbeth. La mujer está triste, empieza a bajar el cerro, pero se resbala cae al suelo, se vuelve a parar y dice: “Esto no es nada para el dolor que tengo en el alma”.