Tatiana Suárez | LA PRENSA.- Sentada en el piso, con las piernas cruzadas, la ropa un poco arrugada, el pelo desaliñado y un humor que no contagia a nadie, Camila espera por más de siete horas en el Edificio Nacional para registrar su título universitario.
Cada minuto que pasa es un granito de arena que se suma a su desesperación. La ansiedad la ha llevado a tomarse el tercer café en lo que va de mañana. Aún no tiene esperanza de que la cola donde se encuentra avance y pueda, por lo menos, ver la puerta de la oficina donde entregará el título.
Ese día de noviembre se despertó muy temprano para hacer la diligencia que tanto le urgía. Había escuchado que debía madrugar para realizar su trámite sin tantos aprietos, así que tomó sus previsiones. Aunque llegó cuando apenas se asomaba el sol, ya tenía delante de ella a unas 50 personas.
— Cuando abran la puerta, a eso de las 8:00 de la mañana, asegúrate de correr todo lo que puedas hasta el tercer piso para que no quedes de última — le advirtió la señora que tenía detrás.
— Si no corres lo suficientemente rápido yo podría colearte — insistía la mujer mientras Camila agarraba fuerte la cartera que le guindaba del brazo derecho y se aseguraba de tener bien amarradas las trenzas de sus zapatos blancos.
Cuando vio que la fila avanzaba como una estampida de animales, no dudó en tomar por una mano a la amiga que la acompañaba y con otra sujetar fuerte el título. Se disponía a adentrarse en la marea de empujones.
Corrió sin mirar atrás y subió por las escaleras saltando de dos escalones a la vez. No quería quedar de última y haber sacrificado su sueño en vano. De nada sirvió. Quedó casi de última. La carrera por llegar de primero pasaba por encima de todos sin importar sexo o edad.
Camila notaba que pasaban las horas, pero ella y su amiga seguían en el mismo lugar. Decidió echar un vistazo un poco más adelante para averiguar porque la cola seguía sin moverse. Su ira estalló cuando se dio cuenta que había jóvenes «privilegiados» pues pagaban para pasar de primeros. Lo peor era que lo hacían frente a sus narices.
— Hay que hacer algo, con razón no hemos avanzado. Llevamos horas aquí, pasando calor, tirados en el piso y ellos pasan como si nada. ¡Qué bonito! — exclamó en voz alta para que los demás la escucharan.
El miedo reinaba en el Edificio Nacional. Nadie se atrevió a expresar palabras de apoyo a la recién graduada. Solo se veían gestos de decepción en las caras de quienes esperaban. Para ella era increíble que no manifestaran su molestia a cambio de que no les hicieran el trámite por venganza.
— Como si nuestro tiempo no valiera — reprochó.
Ni sus intentos por convencer a los presentes de hacer algo, ni hablar con los encargados llenar las planillas, mucho menos al utilizar sus encantos, Camila logró conseguir algo que pudiera ayudarla.
Resignada volvió a su puesto y se sentó de nuevo en el piso sucio que había sido su asiento por unas cinco horas.
Era mediodía, el hambre empezaba a pegarle, ni se diga el cansancio. Sentía que llevaba todo un día dentro de la institución, que a su parecer, tenía un aspecto «terrible». El lugar le inspiraba tristeza, sus paredes manchadas, poca iluminación y el abandono a la infraestructura del edificio que se notaba desde el momento en que se ponía un pide dentro.
— Yo no me voy de aquí hasta que registre mi título. No he pasado tanta incomodidad y rabia en vano — comentaba a su amiga.
Ya eran las 2:00 de la tarde y Camila solo ha logrado avanzar unos cinco puestos. Ya no tiene dinero para tomarse el cuarto café, ni ánimos. El tiempo le ha parecido eterno. Su celular ha quedado sin batería y la paciencia empieza a agotarse.
La gota que derramó el vaso, fue el momento en que un trabajador les informó que iban a comer y cerraban a las 3:00pm. Fue allí que las quejas sí se hicieron sentir, la desesperación pudo más que el miedo a reclamar. Pero la única respuesta que obtuvieron fue: «no aseguramos que podamos atender a los que faltan».
La cara de Camila lo decía todo, no es una persona que pueda ocultar expresiones y menos en un momento así. Los insultos que tenía quedaron atrapados en su garganta y no lograron salir. La decepción la invadió por completo. Solo quería llorar.
Con su título en mano, que nunca soltó, el estomago cargado de tres cafés y acompañada de su amiga, se encaminó hacia la salida. Era la derrota.
— Vivimos en un país sin ley, donde por la plata baila el mono. No importa los sacrificios que tengamos que hacer, aquí no los toman en cuenta — fueron las únicas palabras que logró pronunciar mientras se marchaba.