LA PRENSA.- El Liverpool se citó con el Madrid en Kiev el próximo 26 de mayo para dirimir la final de la Champions. La multitud de peregrinos rojos que se trasladó hasta la costanera del Tíber para acompañar a sus jugadores entonó el You’ll Never Walk Alone al cabo de una noche tan agitada en la vuelta como en la ida. El 4-2, réplica del 5-2, constata la fragilidad del Liverpool. El equipo inglés salió victorioso. Pero, a la luz de la velada romana, da la impresión de que fue menos por sus aciertos que por el extraño planteamiento de Eusebio di Francesco, el técnico de la Roma, en Anfield.
La Roma necesitaba el partido perfecto para compensar el más imperfecto de los partidos. Di Francesco perseguía redimirse después de traicionar sus ideas y variar el 4-3-3, el sistema que lleva años desarrollando, para imponer un 5-3-2 sin apenas tiempo de trabajo. Un plan precipitado, producto de la superstición más que del cálculo. Una reforma que deshizo a su propio equipo privándolo de un extremo y de un interior y exponiéndolo a los latigazos de Salah, Mané y Firmino, la delantera más prolífica de Europa. El parcial de 5-0 fue el despertador. Cuando la Roma recuperó su forma habitual los jugadores se reubicaron. La vuelta no ofrecía margen de error.
Contagiada de euforia, la romanità se congregó en el estadio Olímpico para asistir a la ceremonia de la restauración. El desenfreno se apoderó de los jugadores locales. Por momentos, a fuerza de balones bombeados al área contraria, con El Shaarawy desbordando y Dzeko ganando los duelos aéreos, el partido exhaló el aroma de la subversión. Arnold no anticipaba, Lovren no robaba, y Van Dijk no daba abasto en las tareas de resistencia. Hasta el minuto nueve, el Liverpool ofreció pruebas de fragilidad. Entonces se produjo el desatino que transformó el partido. El momento del error infantil. Un tópico en esta Champions marcada por accidentes inexplicables. Una calamidad personificada en Nainggolan.
El frenético centrocampista de la Roma recibió un balón en su banda izquierda y lo jugó contra la ley: sin mirar a quién, en paralelo al frente de su área, y al peor destinatario posible. Directamente a los pies de Firmino, el mejor administrador del ataque contrario. Explotando el desajuste entre las líneas, Firmino recibió en el espacio que se abría entre De Rossi y los centrales antes de asistir a Mané. El senegalés resolvió a dos toques. Encaró a Becker y lo engañó cruzando el tiro con un golpe de zurda.
El 0-1 sumió al estadio en el silencio. Faltaban más de ochenta minutos para la conclusión y la eliminatoria estaba muerta. Al menos, eso dictaba la costumbre. Ante un parcial de 6-2, la Roma necesitó cinco goles para remontar. Metió cuatro ante el descontrol de los defensas visitantes. Dicen que no hay mejor defensa que un buen ataque. El adagio refleja el estado de cosas en este Liverpool descompensado.
Se esperaba la comparecencia de Salah, pero el más famoso de los delanteros apenas dio señales de actividad. Bien encimado por Fazio y Manolas, el egipcio sufrió durante toda la noche para darse la vuelta y encarar. Le costó conectar con sus compañeros, condicionado al aislamiento por la deriva del partido y la propia naturaleza de su equipo. El Liverpool se partió en dos: ocho atrás y tres arriba. Los ocho de atrás, a parar, despejar y a jugar apurados, y los tres de arriba a improvisar si por casualidad alguien les suministraba un balón. Cuando esto sucedía, las situaciones solían ser ventajosas: tres contra tres o tres contra cuatro.
Renunciando por momentos a su labor de cuarto volante, Mané resolvió descolgarse. Por espacio de una hora se puso en punta. Sucedió entonces algo curioso. Mané demostró que puede ser Salah y Salah demostró que no puede ser Mané. Solo Becker se interpuso ante los remates del senegalés y Fazio le derribó en el área con un empujón que el árbitro no consideró penalti.
El gran mérito de Jürgen Klopp ha sido conformar un equipo súper competitivo con una defensa de segunda categoría y un mediocampo limitado por jugadores con oficio pero sin clase ni demasiado ingenio. Sorprendentemente, resultó suficiente. Sin apenas elaborar, sin sumar a sus volantes al ataque más que a cuentagotas, el Liverpool desmanteló a la Roma. Por el camino, puso distancia en el marcador y se fabricó un colchón que le permitió compensar su fragilidad en la retaguardia. Porque cada pelota que voló sobre el área de Karius hizo sonar las alarmas. El equipo que reta al Madrid en Kiev viaja con una zaga atolondrada.
La goleada, dirigida por un magnífico Dzeko, exhibió tardíamente las miserias del Liverpool. Milner, que se metió el 1-1 en propia meta tras un despeje desesperado de Lovren, abrió la brecha. Ni el 1-2 de Wijnaldun taponó el chorro. En la segunda mitad Dzeko empató tras un rechace; Arnold paró con la mano un disparo de Shaarawy sin que el árbitro se inmutara; y Nainggolan puso a la Roma en ventaja con un tirazo desde fuera del área y, en el tiempo de alargue, de penalti. La hinchada disculpó al holandés y saludó al equipo con un canto agradecido.
«Nos complicamos la vida solos», dijo Di Francesco, al cabo del partido. Por culpa de su planteamiento irracional en la ida, por culpa de Nainggolan, y también por culpa de Skomina, el Liverpool escapó del aprieto.
La final de Kiev se presenta como la más desigual de la década.
Reseña El País