sábado, 23 noviembre 2024
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Migrantes asumen todos los riesgos para huir del país

Ana Uzcátegui | LA PRENSA DE LARA.- Las carreteras del país se están llenando de caminantes que huyen del hambre y la pobreza con la esperanza de encontrar un mejor porvenir cruzando la frontera venezolana. Van con ropa ligera, una maleta pequeña o con una mochila tricolor, de esas que entregaba el gobierno en las escuelas públicas cuando iniciaba el año escolar. Se ven de todas las edades, ancianos que caminan con lentitud, niños agarrados de la mano o cargados, padres de familia con la piel curtida por el sol y raquíticos por la necesidad. Son los venezolanos de la tercera oleada de migración, que sin medir los riesgos de la pandemia escapan de la emergencia humanitaria compleja de Venezuela, con un único objetivo claro: sobrevivir.

«Señor, ¿Hasta dónde llega?, ¿me puede dar la cola hasta San Cristóbal, o sacar de aquí». Esa era la pregunta que Yazmín Álvarez, una docente de preescolar, le hizo a cada chofer de gandola, autobús o camión que se estacionaba en el peaje El Cardenalito, límite entre Lara y Yaracuy, con el propósito de llegar sin pagar un bolívar hasta Táchira. Su destino final es Perú, está a unos 4.061 kilómetros de distancia y 20 días de travesía para una nueva vida. Cuenta tan sólo con 20 dólares para el viaje, con los que piensa pagar para pasar las trochas.

«Mi sobrinos que están fuera del país me dijeron que apenas llegara a Cúcuta me iban a enviar plata a un Western Union (casa de envío de dinero) para pagar un autobús hasta Ecuador y luego a Perú. Me voy porque emocionalmente estoy contra el suelo. Mi sueldo de docente son Bs. 867 mil quincenal con los que sólo puedo comprar un kilo de harina y otro de azúcar. Me deprime darle a mi hija de desayuno todos los días agua con azúcar porque no hay más nada. ¿Tú crees que es justo después de trabajarle 15 años al Ministerio de Educación?», confesó la mujer. Salió de su casa en Urachiche, estado Yaracuy con un nudo en la garganta, y en medio de lágrimas le entregó su hija de ocho años a su suegra, con la promesa de regresar y llevársela algún día.

Yazmín no sabe dónde va a trabajar cuando esté en Perú, pero confía que como es temporada navideña alguna tienda o restaurante la contrate. Pasó a engrosar la lista de desplazados venezolanos que contabiliza Acnur, la Agencia de Refugiados de la ONU, que hasta septiembre de este año registraba 5 millones 490 migrantes criollos.

«Los venezolanos siguen saliendo del país por una situación económica catastrófica, porque no hay posibilidad de respuesta del Estado, ni capacidad para cubrir necesidades básicas, mucho menos para desarrollarse a futuro. No le están parando al COVID-19, ni al riesgo que implica caminar por varios días, dormir a la intemperie o sortear la inseguridad del trayecto. No están conscientes que pueden morir en la odisea, pero sí que pueden morir de hambre si se quedan», explicó Carmen Sequea, socióloga y especialista en salud pública.

Apuntó que esta es la tercera oleada de emigrantes que se registra en Venezuela. La primera ocurrió en 2014 luego de las protestas políticas que se desataron en marzo de ese año. «Ese primer grupo de venezolanos que salió, eran profesionales, consiguió grandes oportunidades de trabajo, incluso en sus áreas de estudio, son los que a estas alturas están establecidos y no piensan regresar. Pueden mantener a familias enteras con el envío de remesas», dijo.

La segunda oleada se registró de 2017 a 2019. «Desde hace tres años en el éxodo ha ido disminuyendo la formación técnica y profesional de las personas que escapan, al punto que hemos llegado a una situación lamentable, cuando ha migrado gente que hasta ha transgredido leyes en otros países», indicó.

Sequea argumenta que esta tercera oleada son personas con menos recursos que las anteriores, sin un plan estructurado. Los impulsa el poder conseguir empleo, mantenerse y ayudar a su familia.

Más vulnerables

Sobre un paño en una isla del peaje en Yaracuy, los hijos de Alí Martínez, de tres y cuatro años duermen profundos por el cansancio. Son las ocho de la noche de un día lunes, llevan cuatro días de recorrido. Salieron del estado Anzoátegui al oriente del país y han atravesado cinco estados y más de 800 kilómetros. Algunos tramos los han hecho caminando, otros viajando entre la mercancía de camiones, cuyos conductores se detienen y los ayudan por la tristeza que les causa ver a los niños pasando tanto trabajo.

Esta familia busca desesperadamente llegar a Maracaibo, y de allí seguir caminando hasta Maicao, municipio colombiano del departamento de La Guajira. «Allí está mi suegra esperándonos. Ella trabaja de buhonera y es quien nos ha motivado a tomar la decisión de dejar la casa para vivir mejor», relató Alí. La acompaña su esposo que la ayuda con el peso de los niños cada vez que se cansan de andar y lloran para que los lleven en brazos. Pidieron a los militares del peaje tres litros de agua para saciar la sed. «Ya en este punto estamos a la buena de Dios. La comida que traíamos se nos acabó y el dinero también, lo que nos queda es guapear», exclamó Martínez, que tiene 25 años de edad.

A unos metros de distancia Yajaira Rojas juega a las cartas con sus tres hijas, tienen 8, 9 y 10 años respectivamente. Cargan unas bolsas donde llevan una cobija, y una maleta con algo de ropa, zapatos, jabón y crema dental. «Me voy del país porque tengo un hijo de 16 años con discapacidad, Melvin, convulsiona, y aquí no cuento con los recursos para comprarle su medicamento Tegretol, ni mucho menos darle la alimentación que requiere. Su papá no me ayuda y aunque me duele dejarlo en casa de mi madre el temor más grande que tengo es que un día a mi hijo le dé un ataque y se me muera por no tener su tratamiento», expresó.

Yajaira lleva dos días caminando, salió de Montalbán en el estado Carabobo y pretende llegar a Perú. «Sí nos da miedo con la pandemia, conocí a varias personas que murieron por el virus, pero tenemos que seguir. Yo trabajaba limpiando casas de familia y me remediaba con las cajas CLAP que enviaba el gobierno, pero desde hace cinco meses no llegan. Esa falta de alimentos y la enfermedad de Melvin me tienen con mucha ansiedad. Me duele dejar mi país, pero aquí me siento asfixiada y desesperada», relata con los ojos aguados.

Para la socióloga Carmen Sequea, los niños son la peor cara de la tragedia de la migración. «Muchas veces familias enteras que viajan no piensan en lo dificultoso del trayecto, y someten a los menores de edad a largas horas caminando, deshidratados, con hambre, lluvia y sol. Eso representa que el sistema de protección en el país no funciona. Cuando se habla de la protección de los menores hay una corresponsabilidad de la familia, el Estado y la sociedad, y es el gobierno el que debería garantizar las condiciones económicas para que la población no se vaya», mencionó.

Yajaira sabe que para llegar a Perú deben atravesar varios páramos y someterse a temperaturas bajo cero, pero confía en la fe divina para que ella y sus tres muchachas aguanten.

Son esclavos

Nerys Blanco trabajaba como taxista en un Dodge Dart del año 76. Con las carreritas que hacía alimentaba bien a su esposa, un niño de 8 años y una adolescente de 12. Esa realidad cambió cuando al carro se le dañó el motor, y mínimo requería 800 dólares para repararlo. «Fue la sentencia de la desgracia. Desde hace ocho meses ha sido imposible sostenernos», comentó.

Se arriesga a irse a Colombia con dos millones y medio de bolívares en el bolsillo, no cuenta con divisas, sólo la promesa de un hermano que al llegar a Cúcuta le iba a ayudar con dinero para seguir hasta Lima. Su viaje no lo pensó mucho, simplemente sacó cuentas: Trabajando 12 horas diarias en un trapiche de San Pablo, Yaracuy, le pagaban dos millones de bolívares semanal, con los que compraba tres productos de la cesta básica. Sus hermanos en Perú laboran 8 horas al día y ganan en la semana el equivalente a 10 dólares en Venezuela.

«Por eso me voy, porque prefiero ser esclavo en otro país y que mis hijos coman bien», resaltó. Nerys tiene mucho coraje y sabe que debe caminar kilómetros. Las botas de seguridad que lleva puestas están rotas, pero comenta que lleva otro par de zapatos deportivos en el equipaje.

«Lo que más me duele es que mi hijo cumplirá nueve años en diciembre y no lo podré abrazar, al menos sé que en otro país ganaré lo suficiente para comprarle una torta y que su ilusión de disfrutar no se acabará», expresó secándose las lágrimas de la cara.

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