viernes, 22 noviembre 2024
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Hambre y dolor en la ciudad

José Miguel Najul | La Prensa.- Tirados en el asfalto, hurgando en las bolsas de basu­ra, soportando su peso en muletas o en sillas de ruedas llenas de remiendos bajo un sol inclemente o sortean­do el peligro del salvaje tráfico del casco urbano de la ciudad; las personas con discapacidad, e incluso los viejitos sin familia conviven con la desesperación, la carestía y la pobreza extrema.

Son pocas las manos que se detienen, en medio de un ajetreo cotidiano proclive al individualismo, a finan­ciarles un desayuno. Son muchas menos las que se disponen a prestarles una ayuda verdadera, en búsque­da de una solución a los problemas estructurales de su vida. 

Son cientos los que pa­san las noches en el as­falto o en una plaza. Y
sus problemas son tan diversos como las dificul­tades a las que tienen que sobreponerse para seguir con vida.

En una de las gráficas puede observarse a un par de señores revolvien­do un par de desechos. Allí encontraron los res­tos de una patilla, que co­menzaron a engullir sin considerar las posibles consecuencias de salud que podría acarrearles. Al ser abordado, uno de los señores, que prefirió no dar su nombre, co­mentó que vive en una casa, pero que la crisis económica que atraviesa la nación lo ha hecho pa­sar largas jornadas sin
llevar nada a su estóma­go.

Pero no sólo es la co­yuntura venezolana la que los afecta. En otra fo­tografía se ve un hombre, en evidente estado de lo­cura, que caminaba com­pletamente desnudo en­tre los andenes del Terminal de Pasajeros de Barquisimeto. En lugar de estar en un buen espacio, en donde un tratamiento psiquiá­trico podría ayudarlo a sobrellevar su condición mental, y con sus necesi­dades básicas atendidas, estaba, como los otros dos señores, buscando qué comer.

Los abuelos también padecen en las esquinas. Muchos de ellos prefie­ren pedir dinero en los semáforos, a la espera de un alma caritativa que les aporte algo. Sin embargo, pocas ve­ces logran recaudar lo suficiente como para po­der satisfacer el apetito que, la mayoría de las ve­ces, late en sus entrañas día y noche.

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