En la década de 1930, los vecinos del Monumento a la Cruz en Agua Viva, en el municipio Palavecino de Lara, experimentaban un terror particular durante la Semana Santa. Aunque nunca se veía, lo que sí escuchaban después de la medianoche eran los «gritos» desesperados de un animal, como si estuviera siendo sacrificado. Era un momento cargado de miedo, un lamento que se interpretaba como una advertencia para respetar el recogimiento espiritual hacia Dios y evitar las «rochelas» o parrandas de las personas hasta el amanecer. A esta manifestación se le conoció como «El Berrión«.
«¡Beeee, beeee, beeee!», era el chillido que comenzaba con un tono intenso para luego dar paso a pausas, entrecortadas, por un profundo dolor. Quienes lo escuchaban se imaginaban la escena: un animal sujetado por los cuernos y siendo apuñalado, pero sin la precisión que asegurara una muerte rápida. Tal vez una criatura que lograba moverse, luchando por zafarse en un intento fallido, pues los sonidos eran emitidos en una agonía por su vida justo antes de desangrarse.


Esta escena adoptaba distintas variantes en la imaginación de la gente de este entonces polvoriento lugar. Al oscurecer, los baquianos de este pequeño poblado, de no más de 16 casas, sabían que debían permanecer tranquilos en sus hogares y asegurarse de que sus hijos no estuvieran fuera hasta tarde. Preferían ser considerados cobardes, antes que sufrir el susto de no poder identificar al sufrido animal.
Mitos y leyendas: ¿Qué era el Berrión?
Algunos pensaban que podría ser una oveja, aunque estas suelen morir de manera silenciosa. Los más atormentados llegaron a creer que se trataba de un cochino, más escandalosos por naturaleza. Sin embargo, en medio del pánico, la mayoría coincidía en que podía ser un chivo. Los chillidos de los chivos son tan escandalosos como los «berridos» de los ciervos o venados machos; se les metían en los oídos y generaban un pánico comparable al de una película de terror. Era el frío recordatorio de la muerte, la noción de que el mal siempre está al acecho y puede manifestarse de cualquier manera entre los mortales.
Según José Luis Sotillo, cronista de Agua Viva, así se describe en los testimonios de la señora María Sequera, una de las tantas víctimas que tuvieron la mala suerte de escuchar a «El Berrión» a medianoche. Cuando ella revivía aquel instante, lo primero que afirmaba era estar segura de que era un espectro, como en el momento en que un cazador apuñala con saña a un animal. Se imaginaba el esfuerzo de ese caprino intentando librarse de su fatal destino, y cómo la altura de la montaña del Monumento a la Cruz facilitaba que ese eco aterrador se sintiera con más fuerza.


«Ese fantasma no es ninguno de nuestros difuntos y tal vez sea una manera de obligarnos a respetar el silencio de la Semana Santa«, indicaba doña Sequera como la única explicación, porque sólo lo escuchaban durante el asueto de la pasión de Cristo. Pero era tan desgarrador que generaba una explosión de sensaciones; la noche se volvía más pesada con una tiniebla densa que «congelaba» de tanto miedo y hasta provocaba lágrimas.
Otro testimonio es el de Juan Vásquez Suárez, la única persona que sabía leer en aquellos tiempos en el pueblo, por lo que lo conocían como el popular «Bachiller». Sotillo confirma que este señor recomendaba «mantenerse guardados y no pasar ese momento de terror, porque la liturgia de la Iglesia católica indicaba el respeto al recogimiento». También añadía que, de lo contrario, se seguirían desatando ese tipo de demonios al ver a la gente en una actitud desafiante.
Las pocas familias del lugar eran de un temperamento tranquilo. En ese momento, apenas empezaban a conformarse dos sectores: La Agua Viva y El Dividival —este último en alusión a la cantidad de árboles de dividivi (Caesalpinia coriaria) y que se extendía hacia las cercanías de la actual urbanización Chucho Briceño—. El ambiente era tan campestre y su gente tan ingenua que muchas veces eran considerados ermitaños, tímidos y esquivos al contacto con personas desconocidas, llegando al punto de esconderse si se acercaba algún extraño.
Sotillo resalta que era un pueblo de gente trabajadora y todos se mantenían ocupados, con los hombres laborando como peones o jornaleros que cumplían su jornada en el trapiche ubicado muy cerca o en las haciendas Agua Viva y Tarabana. «El Berrión» fue una pesadilla que atormentó a los habitantes hasta cerca de 1940, y no se supo cómo desapareció.