sábado, 9 agosto 2025
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La Leyenda de los «Encalamucados»: el misterio del Parque Ayacucho

Sentirse perdido, aún conociendo ese camino a diario. Era la confusión que invadía a algunos vecinos en el Parque Ayacucho, al regresar de parrandas nocturnas y no conseguir la salida. Los mismos habitantes de esa época de 1940 los llamaban «los encalamucados», en alusión al término coloquial que identifica a quienes se sentían desorientados. Eran episodios inexplicables y que despertaba la intriga en torno a esa especie de efecto hipnótico que los hacía perder la noción de la realidad.

La mayoría de quienes vivieron tal episodio ya han fallecido, pero es una historia cargada de tantos enigmas que se ha mantenido por varias generaciones. Al situarse en esos primeros años, tras la inauguración del parque en 1933, como una de las valiosas obras del ingeniero francés Rolando Coultrox y entre los primeros que permitía el tránsito vehicular por sus cuatro manzanas, entre las carreras 16 y 14 con las calles 41 y 43, al oeste de Barquisimeto. Pero con especial atención a la riqueza de su flora inigualable que era refugio para ardillas, perezas, iguanas y monos aulladores.

La Leyenda de los "Encalamucados": el misterio del Parque Ayacucho

Tal escenario de frescura y pulmón vegetal es recordado por el cronista, Ramón Torín, quien ya había escuchado esa leyenda de terceros y a finales de los años 80, mientras compraba en una farmacia cercana al parque, estuvo atento al testimonio de un octogenario, reviviendo ese momento en su época de parrandero.

Comentó que entre las hipótesis de habitantes era que terminaban «encalamucados» y no precisamente por duendes, sino debido a que esos terrenos fueron escenarios sangrientos de la Guerra Federal en 1814, por lo que se rumoraba no sólo de la muerte, sino de que posiblemente eran las almas en pena de soldados que fueron enterrados en este espacio. Otros creían que se debía a que la mano de obra fueron presos, quienes estaban internados en la antigua cárcel de Las Tres Torres y cumplían sus largas horas de trabajo con un pesado grillete en el tobillo, lo que no les permitía ni siquiera pensar en la posibilidad de fugarse.

Parque Ayacucho

En esos momentos, la ciudad prácticamente llegaba hasta esta zona. El silencio sólo era perturbado por el alboroto de los monos. El Parque Ayacucho era un extenso bosque, con flores y variedad de plantas que superaban las 100 especies, incluso algunas originarias de otros países y enviadas como obsequios.

«¡Todo aquel que venía de parranda se perdía y era imposible atravesarlo!», repite de la exclamación de aquel abuelito, estando tan atento que ni siquiera le pidió su nombre. Torín sólo se limitó a escucharlo y sólo intervenía en los momentos en que tenía alguna duda.

Le preguntaba que cómo iba a ser posible que perdían sus facultades mentales, sin poder identificar las pocas casas de alrededor del parque en la antigua calle Manuel León. No veían espectros ni otras apariciones, pero era la sensación de caminar estando dormidos. Miraban por todos lados y no conseguían salida a ese laberinto. Además de escuchar algunos ruidos extraños o especie de voces, pero sin poder comprender el mensaje.

El susto los dominaba y trataban de avanzar, pero era como si estuvieran caminando en círculos. Una presencia sobrenatural les trancaba el camino, sin necesidad de tratarse de duendes burlones. Además que la oscuridad era más densa, debido a ese bosque enorme que terminaba siendo parte de las pesadillas en las noches.

Ningún parrandero se salvaba al anochecer, tanto así que no solamente atacaba a solas, sino también a los compadres que se la pasaban «enrochelados» entre bebidas y placeres.

De hecho, señala Torín que ese adulto mayor en la farmacia le indicó que en una oportunidad le tocó sufrir esa temible experiencia y casi en automático repitió lo que hacía el resto de incautos. Ante la resignación de no conseguir los caminos abiertos, pues les tocaba dormir muy cerca y así esperar hasta los primeros rayos del sol para poder conseguir el sendero con la claridad del amanecer.

Les extrañaba que era como una rutina, actuaban como en automático, porque todos los «encalamucados» se cansaban de buscar la salida del parque y el sueño los vencía. Lo interpretaban como una lección para que así terminaran resguardados temprano en sus hogares. Además, con el recordatorio al día siguiente, al despertar en medio de este gran pulmón vegetal y saber que debajo de sus ramas se ocultaba tal misterio.

El clamor de los caídos en la Guerra Federal cobró más fuerza entre los trasnochados que osaban a interrumpir la serenidad de la noche. No les valía rezar el Padrenuestro y ni llevando la ropa interior al revés para espantar las malas vibras. Ni siquiera eran salvados por el Gran Mariscal de Ayacucho, imponente al centro del parque.

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