LA PRENSA.- Con los últimos suministros de medicamentos antipsicóticos en Venezuela casi por acabarse, Accel tenía semanas sin tomar las pastillas que controlan su esquizofrenia.
Su realidad se desintegraba, día tras día. Pronto los ruidos en su cabeza se convirtieron en personas, con nombres propios. Esos personajes fueron creciendo y multiplicándose hasta desplazar a su familia. Le gritaban obscenidades al oído.
Luego le exigieron que matara a su hermano.
“Yo no quería hacerlo”, recordó Accel, de 25 años.
Entonces fue al garaje de la familia, tomó una amoladora eléctrica y la encendió. Pero, en vez de matar a su hermano, se atacó a sí mismo y empezó a cortarse el brazo hasta que su padre le arrancó la herramienta de sus manos ensangrentadas.
El colapso económico de Venezuela ha diezmado su sistema de salud al dejar a los hospitales sin antibióticos, a los cirujanos sin guantes y al provocar el fallecimiento de muchos pacientes que llegan a las salas de emergencias.
Ahora, miles de personas con problemas de salud mental están a la deriva viviendo momentos de desesperación y episodios psicóticos porque el país se ha quedado sin la gran mayoría de los medicamentos psiquiátricos. Las familias y los hospitales no tienen insumos para poder ayudarlos, dicen los expertos en temas de salud.
Las instituciones mentales han decidido dar de alta o rechazar a miles de pacientes psiquiátricos porque ya no pueden tratarlos. Los que todavía reciben atención médica están recluidos en centros donde apenas pueden alimentarlos. Los médicos y enfermeras temen ataques violentos y dicen que no les queda más remedio que atar a sus pacientes, encerrarlos o quitarles las ropa para prevenir los suicidios.
En la ciudad de Barquisimeto, las escenas en el Hospital Psiquiátrico El Pampero son de terror.
La escasez de alimentos convirtió a un hombre esquizofrénico en un esqueleto descarnado que recuerda a las imágenes de los prisioneros en los campos de concentración. Un hombre epiléptico, que desde hace tiempo no recibe sus medicamentos, sufre agitadas convulsiones, mientras que otro paciente sin tratamiento está amarrado a su cama. Una mujer mayor, también esquizofrénica, se arrastraba por el suelo y más allá un paciente hambriento se comía una fruta que se había caído en un charco de aguas negras.
Los médicos afirman que la mayoría de los pacientes viven con sus familiares, como es el caso de los Simeone. En esa familia deben turnarse para ir a trabajar y velar por sus seres queridos. Sus vidas transcurren en la desesperada búsqueda de medicamentos que cada vez son más escasos, mientras esperan que sus familiares no se hagan daño ni perjudiquen a otros.
“Cuando escuché que podía tratar de lastimar a su hermano, me quebré”, dijo Evelin de Simeone, la madre de Accel, al recordar el episodio de junio cuando su hijo agarró la amoladora.
Venezuela es el país con las mayores reservas de petróleo del mundo y en el pasado produjo la mayor parte de los fármacos que su población necesitaba. En la década de 2000, el expresidente Hugo Chávez inició una amplia nacionalización de los fabricantes de medicamentos en un esfuerzo por producir fármacos más baratos. Empresas extranjeras como Pfizer y Eli Lilly también subsanaban la producción nacional.
Pero los precios del petróleo se desplomaron. El gobierno comenzó a quedarse sin divisas, por lo que no pudo importar las materias primas necesarias para que las fábricas estatales pudieran continuar con el suministro de medicinas a los hospitales venezolanos. Las farmacéuticas extranjeras dejaron de enviar fármacos porque el gobierno dejó de cancelar sus deudas.
Como consecuencia, alrededor del 85 por ciento de los medicamentos psiquiátricos no se encuentran en Venezuela, según los datos que maneja una de las cadenas farmacéuticas más grandes del país.
“Las cosas más elementales no se encuentran”, dijo Robert Lespinasse, expresidente de la Sociedad Venezolana de Psiquiatría. “Eso genera mucha impotencia”.
La falta de medicamentos se ha convertido en tragedia. El 30 de junio, Yolanda Sayago, una paciente de 63 años que sufría de depresión severa, subió a la novena planta del Hospital Central de la ciudad de San Cristóbal, en Táchira. Sus últimos momentos fueron grabados en un video que ahora circula en YouTube: allí puede verse a la paciente mirando hacia abajo, luego se inclina hacia delante y, con los brazos abiertos, salta.
Había pasado meses sin encontrar antidepresivos, dijo Jesús Guillén, su hijo de 43 años, que trabaja para la compañía estatal de electricidad. Dijo que su madre tuvo una recaída depresiva que la empujó al suicidio.
“Ella siempre estaba diciendo que aquí era imposible encontrar los medicamentos”, dijo Guillén.
Debido a la escasez, las instituciones mentales solo atienden a una pequeña parte de los pacientes que tenían. En 2013 había 23.630 pacientes psiquiátricos en los hospitales públicos, pero el año pasado la cifra descendió a 5558, según un informe del Ministerio de Salud.
El gobierno venezolano niega las fallas de sus hospitales y ha rechazado varios ofrecimientos de ayuda médica internacional.
Pero, por invitación del personal médico, The New York Times visitó seis pabellones psiquiátricos en diferentes partes del país. En todos se pudo constatar la escasez, no solo de medicamentos, sino también de alimentos.
En el Hospital de El Peñón, ubicado en Caracas, solo quedan dos pacientes a pesar de tener capacidad para albergar a 40. Los médicos no están recibiendo a más pacientes porque desde hace meses la comida no llega de manera regular.
En el Hospital Psiquiátrico Dr. José Ortega Durán, en Valencia, un joven de 18 años que es esquizofrénico estaba atado a una silla de metal —una medida necesaria según los trabajadores del hospital porque no tenían medicamentos para atenderlo—.
En el Hospital El Pampero, Jusmar Torres se quedó varias semanas sin la medicina necesaria para tratar un trastorno del estado de ánimo y depresión. Estaba sentada en una celda, en régimen de aislamiento. Había estado allí, desnuda, durante cuatro días. El personal del hospital la había despojado de su ropa porque temían que pudiera ahorcarse.
Semanas antes, una esquizofrénica paranoica que se quedó sin medicamentos se le tiró encima a una compañera de litera y le mordió la nariz.
“No fui yo, yo no lo hice”, dijo la paciente mientras paseaba por su húmeda celda de aislamiento mientras las enfermeras guardaban la distancia.
Al final del pasillo estaba la víctima con el rostro cubierto de vendas, retorciéndose de dolor. Todo lo que las enfermeras podían ofrecerle era un antiinflamatorio similar al ibuprofeno. Un mosquitero la protegía del enjambre de moscas que atrajo su herida. Perros y gatos recorrían los pasillos. Olía muy fuerte a orina.
“Esto es demasiado duro”, dijo la hermana de la víctima, Doris Villegas. “Busco sus medicamentos pero no puedo conseguirlos”.
Los gritos de Emiliana Rodríguez, otra paciente esquizofrénica, se escucharon en el recinto. Había comido muy poco y no recibió su medicación para el glaucoma, lo que la había dejado casi ciega. Apenas podía reconocer su entorno pero, por momentos, lucía centrada.
“No estoy loca”, dijo. “Tengo hambre”.
Évila García, la jefa de enfermeras, alzó la vista con angustia al hablar de los pacientes que se habían quedado en el hospital. “Nadie quiere tener a un loco en su casa”, dijo.
No es el caso de Accel Simeone. Él vive en una casa de bloques de cemento en la ciudad de Maracay, Aragua, que sigue siendo su refugio. Poco después de que intentó mutilarse, un psiquiatra le recetó un medicamento diferente que sí pudieron encontrar (al menos ese mes) y las voces que lo atormentaban se callaron. Eso podría haber calmado a su familia pero Gerardo Simeone, el hermano de Accel, también es esquizofrénico.
Muy pronto, Gerardo se quedó sin medicinas.
Con información de The New York Time.